La historieta nacionalizada

Siempre resulta complicado determinar hasta qué punto las aficiones que uno cultiva son consecuencia de sembrados previos o iniciativas cien por cien propias. Ya sea bien porque te has contagiado del hobby de alguien o bien porque eliges uno diametralmente opuesto, muy posiblemente nuestros pasatiempos se encuentran encaminados, al menos en parte, por estos hechos.

A mí por ejemplo me gusta el cómic. Me atrae en general cualquier medio que facilite la huida, aunque sea temporal, de este mundo a otros, y el tebeo es un soporte que ha potenciado esta posibilidad desde su misma concepción.

Si hablamos de Capi, Jabato o el Guerrero, por citar solo a tres de los más significativos, se corre el riesgo de ser tachado de carroza (viejuno, dirían también otros) aunque qué duda cabe que otorga cierto caché nombrar a los clásicos.

Mencionar los Copitos suele implicar sin embargo miradas de desconfianza, recelo e incredulidad. “¿Copito? ¿Qué te has fumao, macho?” Tienen que concurrir ciertos factores, entre ellos por ejemplo haber sido niño en los 70, o en su defecto padre en la misma época, haber sido constante durante unos tres años y pico y profesar cierto afecto hacia la historieta.

Buscando un poco de info en la red, parece ser que la revista Copito vivió dos épocas en su corta existencia; la primera, en el 77, en la que recogía obras de autores como Peñarroya, Rojas o Escobar, y de la que no guardo recuerdo alguno. La segunda, que efectivamente es la que yo compartí, abarcó entre el 80 y el 82, y la publicación de Bruguera reformuló su estilo para convertirse en una vía para adaptar a viñetas las series de animación de Hanna-Barbera que tantas horas nos hicieron pasar delante de la tele a los niños de flequillo-cazo de la época.

El oso Yogui, Jinx, Pixie y Dixie, Los Picapiedra, Scooby Doo (Escubi Du, ya les valía…). No me engaño, el contenido no era precisamente de calidad, se escudaba en unos personajes populares para ofrecer un producto reciclado y sin lugar a dudas una publicación como esta hoy en día ni me detendría a mirarla. Pero eran mis Copitos. No recuerdo (si es que alguna vez lo supe) si serían historias que ya conocía de la tele o si serían originales, aunque sí estoy seguro de que poco me importaba.

Durante casi cuatro años cada semana un Copito era devorado desde la portada hasta el código de barras, y durante varios años más los cerca de cien ejemplares ocuparon buena parte de una de las repisas de mi habitación. Hasta que cierto día mi madre decidió que yo no los iba a querer seguir conservando y cedió a los hijos de unos amigos los derechos de su uso y disfrute. Y destrozo. Y sin opción a negociar precio adecuado o compensación.

Me pregunto si debería hablarle de este tío que vende en eBay una colección completa por 250 euros.

No mucho después, ese año en que España fue invadida por una horda de pájaros de pico arcoíris y perros bidimensionados, mi madre me pidió que diera unas clases particulares de Física a la hija de unos amigos (otros amigos). Antes de que me diera tiempo a calcular si con las ganancias me alcanzaría para dos cartuchos con los que alimentar al recién estrenado cerebro de la bestia o tendría que conformarme con uno solo, ella ya había tarifado mis servicios en cero pesetas la hora, argumentando que había que proporcionar a la gente que se aprecia todos los recursos a nuestro alcance y que pretender lucrarse con ello no era ético.

No obstante, una vez finalizados, es de justicia reconocer que mis servicios fueron recompensados con un bolígrafo. Imagino que en buena lógica supusieron que la media docena de otros tantos útiles de escritura que recibí por mi Primera Comunión ya debían de estar más que secos.

Mi madre es una gran madre. Pero no puedo dejar de pensar que le habría ido relindo en la vida política argentina, che.

 

DISCLAIMER:

Esta historia está inspirada en hechos reales. Algunos nombres han sido alterados y algunos pasajes modificados con propósitos dramáticos.

La lacra de la sociedad contemporánea

Sabía que era un vicio ampliamente censurado, pero se lo permitía en ciertos momentos. Vivía sola, así que se limitaba a hacerlo en casa. No ya para evitar ser reprochada por nadie, sino para no ser detenida, ya que si bien el consumo hacía tiempo que era punible, desde hacía relativamente poco la posesión también constituía delito.

Hacía ya muchos años que la prohibición se había extendido a cualquier lugar de pública concurrencia, incluyendo espacios abiertos como parques o calles. Su abuelo le había contado en varias ocasiones cómo recordaba cuando siendo un chaval se habían promulgado las primeras leyes que afectaban a locales públicos tales como restaurantes, teatros o medios de transporte, y la polémica que esas leyes levantaron en su tiempo.

Se habilitaron locales específicos para quienes desearan continuar, por su cuenta y riesgo, con unas prácticas tan insalubres, una suerte de clubs en los que al parecer, y también según historias de su ya difunto abuelo, la oferta de vicio resultaba de una amplitud tal que no eran infrecuentes los casos de individuos que perdían las horas muertas en dichos antros.

Cabía la posibilidad de identificar, si uno observaba, a quienes salían subrepticiamente de estos lugares, pues era sabido que en ocasiones podían ser delatados por síntomas físicos, como por ejemplo los ojos enrojecidos.

Otras leyes, también ya antiguas, habían venido a regular cada más estrictamente estos centros. La afluencia de clientes mermó a medida que pasaron los años, y finalmente se logró clausurarlos todos y acabar con su pernicioso influjo.

Esta influencia se ejercía con más fuerza sobre personas jóvenes, y aún en los tiempos actuales suponía una de las mayores preocupaciones de las autoridades el hecho de que cada vez a más temprana edad los adolescentes (niños, incluso) caían en las redes de los traficantes.

No importaba el esfuerzo que los dirigentes del país pusieran en concienciar a los ciudadanos del peligro que todo esto implicaba. Se recalcaba el hecho de que infringir estas leyes no solo era nocivo para el propio individuo sino especialmente para quienes lo rodeaban, ya que se veían contaminados y a veces sin ser conscientes de ello, siendo los niños quienes más peligro corrían al respecto. Esta era una de las escasas preocupaciones comunes con independencia del signo o tendencia del partido político en el poder: todos sin excepción, cada uno con mayor vehemencia que el gobierno anterior, habían reforzado las prohibiciones, habían aumentado las campañas publicitarias y habían puesto, en definitiva, todos los medios en su poder para acabar con esta lacra.

La sociedad, de manera general y para tranquilidad de la clase dirigente, había ido asumiendo paulatinamente el mensaje, y sobre todo había entendido que librándose de estos vicios se vivía con más sosiego y con menos preocupaciones. En definitiva, con mayor felicidad.

Y a pesar de ello, a pesar incluso de las redadas constantes y de que las fuerzas del orden procedían a la quema de todo el material incautado tan pronto como la autoridad judicial les autorizaba a ello, el mercado negro florecía en callejuelas oscuras, suburbios y edificios abandonados.

Aún dos horas después de haber escapado por los pelos de la última redada le latía el pulso con tal fuerza que pensaba que podían oírla detrás del desvencijado y apestoso contenedor de basura tras el que se había venido a ocultar. Y sin poder apartar de su mente la decepción que supondría para sus padres verla en ese estado, fue vencida por el ansia de consumir y no logró esperar a llegar a casa. Fue incapaz de resistir la tentación de llevarlo a la nariz y aspirar con profusión, y en su hediondo escondite, bajo el escuálido haz que la oxidada farola arrojaba sobre ella, abrió el libro que le había costado más de un mes de sueldo y lo leyó de principio a fin.

Me he mudado

Digitalmente, quiero decir.

Lo cual, si es la primera vez que me lees, te dará igual. Y para lo que vengo a escribir, tampoco es que haya mucho de lo que informar.

Pero bueno, como uno es como es (jartible, mayormente), pues le gusta avisar a sus vecinos.

Que Posterous mola y tal. Que está bien. Pero no me terminaba de convencer para según que cosas. Así que me he venido de okupa aquí a los mundos de Automattic. Con el mismo nombre y contenido, claro, es una mudanza en toda regla. Y aprovecho para lavarme la cara. Durante los próximos días iré actualizando los enlaces y todas esas cosillas, pero con calma.

Así que eso, que si me tenías fichado en Posterous que sepas que no me verás los píxels por allá (al menos de momento).

Y ahora a seguir decorando mi nuevo cubil.