Inmersiones, lenguas y rabos

Soy hijo de padre coruñés y madre gaditana, así que me las veré negras para hacerme entender, pero pretendo proceder a un ejercicio de autosuperación y voy a dar lo mejor de mí mismo en esta breve pero sincera reflexión.

A ver, ¿cómo lo diría para que quedara claro? Ah, ya:

Arturito, miarma, tas lusío, ¿no? Que sí, quillo, que tas pasao una mihita. Pero tú tranqui, pishita, que no pasaná.

Ira, por un poné: Tú te bajah pacá, nos vamoh ancá María, ande la Ventavarga, que ahora han dejao la entrá lamá de’scamondá, nos pegamo una peshá de tortillita camarone, papaliñá, rabotoro y pescaíto la bahía, y oloroso de Jeré, y hablamo de la inmersión lingüística, de la estijera que le quieh meté a la arcansía de la sanidá y de la mare que te parió si quiereh, pero te digo yo que te quitamo to la pamplina que lleva ensima.

Ah, y acoquinamo a media, ¿eh ‘ompare?

Y ya’ndihpué si quié te sube parriba y allí te sacan la pamplina que te que’e a base de vieira y persebe.

Ala. Amama’la.

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De las modificaciones en Facebook y otros vaticinios apocalípticos

Soy usuario de Facebook. Como varios millones de personas en todo el mundo. No soy un usuario particularmente activo, ni es mi red social favorita, y de hecho soy más bien crítico y cínico hacia ella. ¿De verdad nos interesa la vida de un compañero de clase de quien hace veinte años que no nos hemos molestado en intentar averiguar qué ha sido de él, cuando a veces ninguno de los dos nos hemos movido de la misma ciudad? ¿Más allá de cotillearle un poco sus fotos, ver dónde ha viajado, con quién se ha casado y comprobar que está más gordo y más calvo que nosotros, o al revés? Pero en fin, también publico con relativa frecuencia. Qué le vamos a hacer. Soy contradictorio.

A lo que iba. Cuando me he conectado hoy por la tarde para echar un vistazo a lo que se cotilleaba en este patio, me he encontrado mi muro (término que actualmente ha adquirido un primer significado distinto al que tenía hace cuatro o cinco años) lleno de bienintencionados mensajes pidiéndome que desmarcara la suscripción de mis contactos (al menos de aquél de quien procedía la publicación); seguro que tú también la has leído, seguro; seguidamente, cómo no, se procedía a la inevitable petición de copiar y pegar el texto en mi propio muro.

Ay. El copypaste. Cuán traicionera arma.

No he leído en mi muro en ningún momento avisos bienintencionados advirtiendo del derecho que otorgamos a FB para que haga uso de nuestras fotos. Ni de la posibilidad de filtrar mediante el uso de listas, pero este es otro tema. Aunque relacionado, claro.

Y no voy a comentar la cadena de publicaciones sobre el cobro de los servicios por parte de Facebook. Estoy convencido de que mi muro está lleno de cachondos que compartieron esa noticia solo por chanza.

Convencidísimo.

Otra vez me lío. A lo que iba, sí. Que yo también tengo una petición.

Antes de hacer un copy-paste de la primera noticia supuestamente alarmante que encontréis por la red pararos por favor a mirar si es cierta o al menos si tiene un mínimo fundamento. Los cambios de Facebook pueden gustarnos o no, podemos entenderlos o no, y podemos estar más o menos de acuerdo con su política, pero si vamos a seguir en esta red hay que jugar con sus reglas, y la responsabilidad sobre lo que publiquemos es de quien publica.

Si no nos gusta, hay otras opciones. Claro, que esto es como ir a un garito que detestas, que te ponen garrafón, que te clavan… pero al que vas porque es donde está la peña.

Es una sanísima costumbre la de conocer aunque sea por encima aquello que se usa. Es un rollo, lo mismo que lo es leerse todo el texto de un contrato, el bucear entre las opciones de configuración y establecer los parámetros que nos satisfacen. Pero al igual que con los contratos, las satisfacciones pueden superar al tedio.

Algunos de quienes me conocen recordarán el caso de cierto individuo que se sorprendió amargamente de que sus comentarios en un foro público salían en internet. Y es que no hay nada como saber de lo que se habla.

Para que quede claro, ya que es el tema. Si un desconocido tiene acceso a tus publicaciones es porque tú le has dado permiso a FB para que así sea, si un desconocido puede ver tus fotos es porque tú le has dado permiso a FB para que así sea, si un desconocido puede suscribirse a tus publicaciones… adivina: es porque tú le has dado permiso a FB para que así sea.

Obviamente, no podemos evitar que uno de nuestros contactos (lo siento, no me gusta el término «amigo», yo no tengo tantos «amigos» como Facebook me asegura que tengo) difunda cualquiera de nuestras publicaciones, en especial las fotografías. De ahí el importante ejercicio de responsabilidad que implica el hecho de publicar una imagen o un vídeo… o cualquier comentario, y que me resulta extraño que no resulte evidente. Por otra parte, de suceder, lo mismo habría que seleccionar más severamente a nuestros «amigos». O someter a los que tenemos a una criba exhaustiva. En definitiva, no olvidemos el viejo refrán: Si no quieres que tu madre se entere, no lo publiques en Facebook.

Podemos (y debemos) quejarnos de todo aquello que no nos satisfaga y luchar porque se pongan los medios para solucionarlo, especialmente si entendemos que se trata de algo injusto.

Y debemos exigir nuestros derechos como clientes. Pero como leí no hace mucho, los usuarios no somos los clientes de Facebook, somos la materia prima necesaria para vender su producto a sus auténticos clientes, a saber, publicidad, a los anunciantes.

Si no nos gusta, siempre nos quedará la mensajería instantánea. O la telegrafía.

Y que nadie se me ofenda, esto va de buen rollo. Copypastea esto en tu muro o no, como quieras, lo que me importa es que aquellos a quienes yo quiero que les llegue este mensaje, lo han recibido.

Nos leemos en Twitter.

Imagen tomada sin permiso del blog Undisciplines Affinities, en entrada del 22 de noviembre de 2010.

Matemáticas, geografía y zoología

Como ando un poco cansado y aun más ajetreado, no estaba muy por la labor de entrar en materias demasiado áridas en esta ocasión, así que se me había ocurrido echar la vista atrás a algún juego infantil. Y en eso estaba cuando me ha apetecido dedicar esta entrada a un pequeño divertimento, que puede resultar de utilidad para distraer a un chaval a la vez que le da un poco al coco… así como a individuos no tan chavales. Se trata de una triquiñuela que seguro que a casi todos nos han hecho, pero que lo mismo no todos recordamos, así que, amable lector, si no te cojo muy ocupado, sería un detalle si pudieses ir siguiendo estos sencillos pasos a medida que lees (no temas, no hace falta lápiz y papel… ya llegaremos a ese punto). Bueno, no aburramos más y vamos al toro.

Calcémonos nuestra mejor careta de prestidigitador y pidamos a nuestra audiencia que piense un número cualquiera (entero mayor que cero, si queremos ser quisquillosos); podemos restringir un poco si nos interesa hacerlo más fácil; sugiramos por ejemplo un número entre 1 y 1000.

Pidamos entonces que sumen todos los dígitos del número y que repitan esta operación con los dígitos de la suma resultante tantas veces como sean necesarias hasta que obtengan un número de una sola cifra.

Pediremos seguidamente que el número obtenido de todas estas sumas lo multipliquen por 9, y que a continuación vuelvan a sumar los dígitos del producto, y que repitan la operación hasta quedarse nuevamente con un número de una cifra.

Acto seguido podemos tranquilizar al público indicándoles que ya sólo queda una sencilla operación por realizar, consistente en restar 4 a la cantidad obtenida.

La penúltima parte de la función consiste en solicitarles que hagan corresponder al número obtenido la correspondiente letra del alfabeto español por orden; seamos meticulosos y consideremos, como es de ley, que la ch, según la RAE, es letra independiente de nuestro alfabeto (evitemos chusma chunga que pueda hacer chanza de nuestra chapuza lingüística), y por tanto las correspondencias serían como sigue:

1 –> A

2 –> B

3 –> C

4 –> CH

5 –> D

…y así sucesivamente.

Pediremos que no olviden por tanto esa letra, y que consideren también, por favor, la letra siguiente del alfabeto. Así pues, podemos explicar que si habían obtenido como suma un 2, tendrán que memorizar las letras B y C.

Finalmente, y para terminar, ligando el apasionante mundo de las matemáticas con las no menos interesantes disciplinas de la geografía y de la zoología, solicitaremos a nuestra seguramente ya cansada audiencia que piense en un país que comience por la primera letra que han obtenido, y en un animal que comience por la segunda.

Y como redoble del espectáculo, puedes, amable lector, informar a tu público de lo mismo que te recuerdo yo ahora, que no hay elefantes en Dinamarca.

Resulta un truco mucho más efectivo practicado que leído, eso es cierto, aunque con independencia del resultado y la florituras, la base que lo sustenta es una propiedad de la Teoría de Números que ya nos contaban en el colegio, enmarcada en los llamados “criterios de divisibilidad”:

Un número entero positivo es múltiplo de 9 si y sólo si la suma de sus dígitos es a su vez un múltiplo de 9.

Como consecuencia (ondea el término corolario), si sumamos reiteradamente los dígitos de un múltiplo de 9, obtendremos necesariamente el número 9, ya que es este el menor múltiplo de 9 que existe.

La primera parte del truco es puro teatro; podemos por supuesto solicitar mil y una acrobacias numéricas con anterioridad a la multiplicación por 9.

A partir de ahí es todo un ejercicio de probabilidad (materia a la que dedicaré una de las próximas entradas) y suerte (factor que se encuentra presente en todos los ámbitos de las ciencias, en mayor o menor medida). Países que empiecen por A se nos vienen varios a la mente sin mucho esfuerzo: Alemania, Austria, Argentina…; animales que comiencen por B hay algunos: burro (borrico), ballena… Una combinación razonablemente coherente pasa por minimizar las opciones de búsqueda de nuestro interlocutor, máxime teniendo en cuenta que no podrá googlear la respuesta; el primer país que comienza por D que se nos viene a la cabeza es Dinamarca, y el animal… bueno, “escarabajo” sería técnicamente válido, pero por mucho que le pese a los insectos, como en tantos otros ámbitos de la naturaleza (especialmente en la humana), el tamaño suele importar.

 

 

 

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