Ciencia-Realidad y Fantasía Contemporánea

Su padre siempre le había animado a que estudiara. No hacía falta que se lo dijera, sabía de sobras que quería que aprovechara las oportunidades de las que él no había podido gozar. Se había percatado con el transcurso de los años de que era un rasgo común de los progenitores, que seguro que su abuelo había sentido lo mismo hacia su padre y que él mismo lo sentiría alguna vez hacia su propio hijo. Tenía la certeza de que la tienda de comerciante de pociones de su padre había sido un hito en la familia, y mayor certeza aún de que se esperaba de él que no se rezagara en sus logros.

No se le daban mal los estudios. No es que se encontrara iluminado por la llama de la sabiduría innata, pero sí era de esa clase de zagales que dan lo mejor de sí mismos y consiguen superar, con no pocos esfuerzos, cualquier meta que se propusieran.

Finalizó la Enseñanza Básica de la Tierra y los Elementos con muy altas calificaciones. Aquello coincidió con la época de la expansión hacia los Territorios Dracónicos, ese proyecto de la Plana Mayor de Edificadores de la Verdad que contó con las bendiciones del Alto Consejo de Sabios y el apoyo incondicional del Gremio de Prestamistas, quienes proveyeron la mayor parte de los fondos necesarios para tal hazaña.

Muchos de sus compañeros de estudios optaron por rubricar para alistarse en la plantilla de la Guardia Bárbara, esa Asociación que vio ampliados sus miembros varios cientos de veces durante aquella época y para la que los requisitos de cualificación no eran particularmente exigentes, aunque ciertamente se demandaban horas de extenuante trabajo físico.

Él mismo se sintió tentado de unirse, pues si bien el trabajo era sin dudas arduo y no exento de peligros, el salario recompensaba sobradamente el riesgo. Conocía personalmente a colegas seniors poco mayores que él que en menos de un año habían ganado lo que su padre en una década, además de haber adquirido en propiedad uno, dos o hasta media docena de esos ansiados dragones que habían motivado el inicio de la Doctrina de la Expansión.

La posesión de un dragón en la familia era algo relativamente habitual ya en aquella época, aunque no abundaban las que gozaban del lujo de disponer de dos. Por eso no dejaban de sorprenderle casos como los de esos antiguos compañeros. La creciente cantidad de individuos que se permitían tales dispendios era explicada en parte por las facilidades dadas por el Gremio de Prestamistas, quienes proporcionaban lo que fuera necesario a cambio de un porcentaje de las ganancias que su propietario obtuviera con ellos; estas ganancias eran conocidas directamente por la Guardia Bárbara y reportadas para su control a la Plana Mayor de Edificadores de la Verdad, quienes a su vez recibían un pellizco de las citadas ganancias. En cualquier caso, a él, todas esas explicaciones le sonaban como si le hablasen en lengua extranjera.

No obstante lo relatado, él prefirió no desilusionar a su padre y obedecer de todos modos a su cabeza, para la cual conservaba la esperanza de verla algún día cubierta con uno de esos sombreros de pico y ala ancha que distinguían a los Altos Magos. Y no le costó ningún esfuerzo continuar con su ejemplar de Pequeño Dragón de 200 años de edad que había heredado de su padre (y éste de su abuelo) y que le solucionaba la mayoría de sus necesidades a un coste de manutención perfectamente asumible; cierto era que no podía presumir de una llama potente o lejana y que habitualmente debía acompañar sus trayectos de material combustible, pero no le suponía mayor trabajo hacerlo.

El camino sería largo y requeriría de él largas horas de reclusión para asimilar todos los conceptos y entresijos de la Ciencia de Combinación de Pociones, de la que su padre era muy conocedor, hecho que le sirvió de inapreciable ayuda, de la Historia de la Magia (era ampliamente aceptado que los logros actuales son consecuencia de una serie de éxitos y más fracasos que debían ser conocidos) y sobre todo de la ciencia de Formulación de Hechizos, la más compleja y estricta disciplina que terminaba frenando a buena parte de los magandos en su ascensión y que sin dudas distinguía a un Mago de nivel de aquellos que, aunque muy noblemente, terminarían prestando sus servicios a la comunidad en provincias. Y luego vendría la Especialización. Hacía ya largo tiempo que los Magos Rasos podían optar a poco más que acabar operando en los campamentos de Más Allá De Las Murallas.

Fueron varios años de esfuerzos, largas noches sin dormir y agotadoras sesiones de prácticas. Pero como en todo aquello que en alguna ocasión se había propuesto, terminó triunfando. Le habría gustado ser el Primer Mago de Promoción, pero estaba más que satisfecho con sus resultados académicos. Y desde entonces lucía orgulloso su sombrero de pico y ala ancha que su padre le regaló el día de su Graduación.

Se las había ingeniado para compaginar su Especialización en Flamigería con un trabajo en una fundición que fabricaba utillaje para la Guardia Bárbara, en un momento en que su producción era constante durante todos los días de la semana y para la que se necesitaba mano de obra a la que se la recompensaba con un salario que a duras penas alcanzaba para cubrir sus gastos de manutención. Pero no le importaba. Los conocimientos que había adquirido en esos días le sirvieron bien. Incluso pudo poner en práctica sus estudios cuando le encomendaron reforzar la puntas de lanza con Encantamientos Flamígeros.

Tuvo la mala fortuna de acabar su Especialización en una época en que la Doctrina de la Expansión estaba empezando a perder fuerza. Le sorprendió, quizá debido a la ingenuidad inherente de su aún temprana edad, la falta de respuesta por parte de los responsables de los gremios a quienes había hecho llegar los Pergaminos de Vida que contenían sus logros. Era consciente de que había quien podría presentar un Pergamino de Vida más completo y atractivo que el suyo, pero se resistía a reconocer que ningún Gremio estuviese interesado en contar con los servicios de un joven Especialista en Flamigería dispuesto a aprender lo que hubiere de ser aprendido para hacer prosperar al Gremio y mejorar asimismo como Mago Profesional.

Su desilusión era compartida por buena parte de sus compañeros de fatiga, y de algunos de ellos sabía que presentaban un expediente superior al suyo. Él y tres de sus mejores amigos, a la vista de la situación, decidieron emprender una Asociación propia dentro del Gremio de Las Artes de la Tierra. Acudieron al Gremio de Prestamistas para intentar alcanzar un acuerdo sobre una provisión de fondos para tal gesta, y no pudieron sino sorprenderse ante las complicaciones que presentaba dicha operación, la cual, por otra parte, habría de reportarles a sus avalistas nada pingües beneficios, y así se lo habían mostrado en las varias docenas de pergaminos que componían su proyecto. Más aún le sorprendieron a él los pozos sin fondo con que se topaban cuando hubieron de solicitar los permisos al Gremio de Las Artes de la Tierra, habida cuenta de que se trataba del mismo Gremio al que pertenecía esa fundición en la que estuvo trabajando y de la que era conocedor, por los meses que pasó en su Sección de Burocracia Pergaminal, que carecía de cualesquiera de aquellos permisos.

No hubo de transcurrir largo tiempo para que la falta de perspectivas le obligara a retornar con su padre, a quien, por lo menos, podría echar una mano en su tienda de pociones, un campo que conocía extensamente. Fue precisamente un conocido de su padre quien, cuando llevaba varios meses asistiéndolo en su actividad de comerciante, le hizo saber que la Asociación de Pociones Clásicas estaba interesada en encontrar a una persona joven para un puesto en la Sección de Bosquejo de Pociones.

No tuvieron que repetírselo ni una vez. No le gustaba la idea de dejar de nuevo a su padre solo en la tienda, pues ya tenía una edad, pero fue él precisamente el primero en animarlo, y sería igualmente el primero en no permitirle dejar pasar esta oportunidad.

Él era todo un Mago Superior, un Especialista Flamígero altamente cualificado e incluso con algo de experiencia, pero el cargo requerido por la Asociación de Pociones Clásicas era de Técnico de Pociones, para el que la cualificación necesaria era ostensiblemente menor y, en consonancia, también lo era el salario percibido.

Nada de esto lo desanimó. Antes de empezar con sus nuevas labores ya llevaba en mente varias ideas que estaba convencido de que podían mejorar la posición de la Asociación entre el resto de asociaciones diseñadoras de pociones.

La primera idea la propuso en su primera semana en su puesto. Fue contestada con unas palabras hasta cierto punto amables que le encomiaban a realizar su trabajo, trabajo que habitualmente excedía sus funciones como Técnico de Pociones y que se centraban en la resolución de incidencias de la Sección de Bosquejos, incidencias que por otra parte estaba convencido de que quedarían solucionadas si se aplicaran sus ideas.

Sus segunda y tercera ideas fueron respondidas con palabras cada vez menos amables.

La cuarta idea no llegó a salir de su boca.

Todo aquello hubo de coincidir en el tiempo con la época de la Crisis Dracónica. Durante los años de la Doctrina de la Expansión fueron escasos los individuos que, alentados por el optimismo que desprendía la Plana Mayor de Edificadores de la Verdad, y con la ayuda del Gremio de Prestamistas, no se deshicieron de sus centenarios (aunque perfectamente funcionales) dragones para hacerse con alguno de esos fantásticos ejemplares que llegaban de los Territorios Dracónicos.

Cuando la Doctrina de la Expansión probó que los recursos de que disponían muchos de los nuevos propietarios no eran suficientes para satisfacer las necesidades de sus dragones, estos fueron custodiados por el Gremio de Prestamistas, como era de ley.

Algo, sin embargo, de lo que no fueron hasta ese momento conscientes la mayoría de quienes se vieron en tal situación, es que una cláusula en sus Pergaminos de Garantía del Gravamen que habían rubricado con el Gremio de Prestamistas les obligaba a seguir proveyendo los recursos para los mantenimientos dracónicos con los ahorros que gestionaba el Gremio de Prestamistas, o con su propio patrimonio una vez que dichos ahorros se hubieren consumido.

Tal cual se hallaba uno de sus compañeros de estudio durante los años de la Enseñanza Básica de la Tierra y los Elementos con quien se encontró por casualidad un día que salía de su puesto, después de haber ahogado en su garganta otra de sus ideas.

Y conversaron acerca de los viejos tiempos, de cómo este amigo había llegado hasta confines de los Territorios Dracónicos hasta entonces inimaginables, de cómo se había hecho con una flota de dos docenas de Dragones Esmeralda, una de las especies más raras y bellas, de hermoso color verde, de cómo los había arrendado y había amasado una fortuna que ahora había pasado a manos del Gremio de Prestamistas, de cómo se veía obligado a trabajar en las tierras que hasta escasos tiempos le pertenecían para satisfacer en parte la demanda de sus veinticuatro dragones y, sobre todo, de cómo envidiaba su situación, haciéndole conocedor, en caso de que no lo supiera, de la suerte que tenía y de cómo debía agradecer haber dispuesto de tantas facilidades y un camino tan llano para llegar a donde se encontraba actualmente.

Miró a su antiguo compañero con ánimos encontrados, indeciso entre la decepción y la indignación.

Y en ese momento cayó en la cuenta de que a nadie hasta entonces se le había ocurrido fundar una Asociación de Talentos Perdidos, una en la que las ideas serían escuchadas y debatidas, en la que posiblemente a varias personas se les ocurriera que se podían devolver a los dragones, por muy verdes y bellos que resultasen, a los territorios de los que nunca se les debió despojar, en lugar de empobrecer a la población a base de mantenerlos solo para que siguieran consumiendo.

Existía la posibilidad, pensó, de que entre todos ellos encontraran un Hechizo, que ya aventuraba de antemano que habría de ser muy poderoso, que impidiera a un miembro del Gremio de Prestamistas lucrarse con aquello que no le perteneciera.

Más aún, y en esto se dejó llevar un poco por su imaginación, quizá, sólo quizá, alguien, en algún momento, dispondría de la inspiración suficiente para invocar un Hechizo, aunque les llevara años, que lograra que un miembro del Alto Consejo de Sabios hiciera honor a su nombre.

Y comprendió entonces lo peligroso que puede resultar y la marea que puede provocar un grupo de personas altamente preparadas, cualificadas, experimentadas y desesperadas.

La lacra de la sociedad contemporánea

Sabía que era un vicio ampliamente censurado, pero se lo permitía en ciertos momentos. Vivía sola, así que se limitaba a hacerlo en casa. No ya para evitar ser reprochada por nadie, sino para no ser detenida, ya que si bien el consumo hacía tiempo que era punible, desde hacía relativamente poco la posesión también constituía delito.

Hacía ya muchos años que la prohibición se había extendido a cualquier lugar de pública concurrencia, incluyendo espacios abiertos como parques o calles. Su abuelo le había contado en varias ocasiones cómo recordaba cuando siendo un chaval se habían promulgado las primeras leyes que afectaban a locales públicos tales como restaurantes, teatros o medios de transporte, y la polémica que esas leyes levantaron en su tiempo.

Se habilitaron locales específicos para quienes desearan continuar, por su cuenta y riesgo, con unas prácticas tan insalubres, una suerte de clubs en los que al parecer, y también según historias de su ya difunto abuelo, la oferta de vicio resultaba de una amplitud tal que no eran infrecuentes los casos de individuos que perdían las horas muertas en dichos antros.

Cabía la posibilidad de identificar, si uno observaba, a quienes salían subrepticiamente de estos lugares, pues era sabido que en ocasiones podían ser delatados por síntomas físicos, como por ejemplo los ojos enrojecidos.

Otras leyes, también ya antiguas, habían venido a regular cada más estrictamente estos centros. La afluencia de clientes mermó a medida que pasaron los años, y finalmente se logró clausurarlos todos y acabar con su pernicioso influjo.

Esta influencia se ejercía con más fuerza sobre personas jóvenes, y aún en los tiempos actuales suponía una de las mayores preocupaciones de las autoridades el hecho de que cada vez a más temprana edad los adolescentes (niños, incluso) caían en las redes de los traficantes.

No importaba el esfuerzo que los dirigentes del país pusieran en concienciar a los ciudadanos del peligro que todo esto implicaba. Se recalcaba el hecho de que infringir estas leyes no solo era nocivo para el propio individuo sino especialmente para quienes lo rodeaban, ya que se veían contaminados y a veces sin ser conscientes de ello, siendo los niños quienes más peligro corrían al respecto. Esta era una de las escasas preocupaciones comunes con independencia del signo o tendencia del partido político en el poder: todos sin excepción, cada uno con mayor vehemencia que el gobierno anterior, habían reforzado las prohibiciones, habían aumentado las campañas publicitarias y habían puesto, en definitiva, todos los medios en su poder para acabar con esta lacra.

La sociedad, de manera general y para tranquilidad de la clase dirigente, había ido asumiendo paulatinamente el mensaje, y sobre todo había entendido que librándose de estos vicios se vivía con más sosiego y con menos preocupaciones. En definitiva, con mayor felicidad.

Y a pesar de ello, a pesar incluso de las redadas constantes y de que las fuerzas del orden procedían a la quema de todo el material incautado tan pronto como la autoridad judicial les autorizaba a ello, el mercado negro florecía en callejuelas oscuras, suburbios y edificios abandonados.

Aún dos horas después de haber escapado por los pelos de la última redada le latía el pulso con tal fuerza que pensaba que podían oírla detrás del desvencijado y apestoso contenedor de basura tras el que se había venido a ocultar. Y sin poder apartar de su mente la decepción que supondría para sus padres verla en ese estado, fue vencida por el ansia de consumir y no logró esperar a llegar a casa. Fue incapaz de resistir la tentación de llevarlo a la nariz y aspirar con profusión, y en su hediondo escondite, bajo el escuálido haz que la oxidada farola arrojaba sobre ella, abrió el libro que le había costado más de un mes de sueldo y lo leyó de principio a fin.