La culpa del spam en todo el mundo la tienen los Monty Python

Para la mayoría de los que nos movemos un poco por esto de las redes no nos coge por sorpresa el título de esta entrada, pero me llamó la atención que casi ninguno de los tertulianos que charlábamos hace escaso tiempo en un descanso en el trabajo conociera que la génesis del término “spam” se encuentra en un sketch de los Monty Python; había también quienes me respondieron “¿los Montiqué?”; a dichos individuos ya les he retirado la palabra hasta que me presenten una propuesta de canonización de Graham Chapman.

En el sketch en cuestión, Idle y Chapman “aterrizan” en un restaurante en el que la camarera, un habitualmente histriónico Terry Jones, les ofrecía una variedad de platos en los que en todos había cerdo enlatado (spam), siendo absolutamente imposible consumir nada sin recibir su dosis correspondiente de spam; de ahí surgió el término como algo que te cuelan sin que realmente lo quieras y sin que puedas evitarlo.

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Y como la Historia es una de mis aficiones, emulando a cualquier estudiante de Secundaria que se precie surfeé un ratillo para recopilar algo de información (algún día a ver si hablo del origen de la corbata, que siempre ha sido algo que, muy tontuna e inexplicablemente, me ha interesado).

Por una parte, en cuanto a lo que hoy entendemos por spam, la Wiki data la primera aparición el 3 de mayo de 1978, aunque solo afectó a unos pocos usuarios de la americana ARPANET (ya sabéis, la predecesora de internet creada por el Departamento de Defensa estadounidense).

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El primer caso de spam a gran escala se produjo, parece ser, el 18 de enero de 1994, fecha en la que todos los grupos de noticias de USENET (uno de los primigenios sistemas de comunicaciones entre redes de ordenadores para el gran público) se encontraron con un mensaje que rezaba (nunca mejor dicho): “Global Alert for All: Jesus is Coming Soon”.

Apenas tres meses después, en abril de 1994, la firma de abogados Canter and Siegel publica en USENET un mensaje bajo el título “Green Card Lottery – Final One?”; estos señores, al contrario que en cualquier caso anterior, no solo no escondieron la mano, sino que se mostraron orgullosos de su logro y, aunque se granjearon el cabreo de la inmensa mayoría de usuarios, consiguieron su objetivo: que se hablara de ellos (el caso llegó a los periódicos).

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En cuanto al producto original, el spam fue algo así como la base alimenticia de los soldados británicos y soviéticos durante la Segunda Guerra Mundial, siendo comercializado en todo el mundo desde finales de los 50 y gozando de una amplia popularidad en los 60 gracias al por entonces revolucionario sistema de apertura de la lata mediante una anilla incorporada que hacía innecesario el uso de abrelatas. Por lo visto existen un par de teorías acerca del origen del nombre, que data de los años 30; una versión, según leo la oficial, indicaría que se trata de una contracción de “spiced ham”, mientras que otra sugiere que procede de “shoulder of pork and ham”. Al parecer, en los 70, la mayor productora europea de spam era una empresa danesa, lo que explica la presencia de los incansables comensales vikingos y su cantinela: “Spam, spam, spam, spam, extraordinary spam!!!” entre las apariciones de John Cleese y Michael Palin.

Y aquí, el sketch de marras, subtitulado y convenientemente spameado e infectado.

Para una inmersión altamente gratificante sobre etimología electrónica, de donde he obtenido parte de la info de esta entrada, es recomendable visitar “Origin of the term spam to mean net abuse”, de Brad Templeton, así como los incontables enlaces que contiene.

Otras fuentes para esta entrada:

http://es.wikipedia.org/wiki/Spam

http://es.wikipedia.org/wiki/Spam_(alimento)

Todos somos anónimos, hasta que nos tocan el bolsillo

Suelo empezar este tipo de entradas con una confesión. Y hoy debo decir que yo… también hacía backups con Megaupload.

No tengo intención de aportar nada a ninguno de los debates de los que en los últimos días todos hemos podido oír, leer y participar, pero en mi constante estado de tocapelotas me he topado con una anécdota que me apetecía compartir.

Resúltase que andaba yo hace unos días reunido con un compañero a quien hacía escaso tiempo que había conocido, y con un cliente, cliente de ambos, claro. Debe conocerse de este compañero a quien me refiero su condición de comercial para una cierta empresa, si bien el trabajo que los dos habíamos desarrollado ese día para este cliente que nos acompañaba era un asunto técnico, y era esta gorra de técnico bajo la cual los dos debíamos actuar durante la jornada.

Sin embargo, su inquieto espíritu comercial le hizo imposible reprimir sus instintos naturales de vender (vender, lo que quiera que sea que pudiera vender) a este cliente (quien por otra parte, ya había comprado, razón por la que estábamos ahí, por supuesto).

Y fue así que después de una jornada de trabajo, y como es preceptivo en las gentes de buena voluntad, nos dispusimos a arreglar el mundo durante el almuerzo (nunca debe olvidarse que en cada almuerzo de trabajo se lanzan también mil y una ideas para arreglar éste y aquél problema, ideas que se evaporan en el mismo instante en que se acaba el postre). Y fue durante el almuerzo cuando se le desató su alma de vendedor.

Y fue así también que entre asunto y asunto, y entre posibles contactos y oportunidades de venta, cómo no, le llegó el turno al tema Megaupload. Todos los comensales compartimos más o menos alguno de los varios comentarios y argumentaciones que también todos conocemos de sobra, y charlamos de las heroicas actuaciones de Anonymous, pero en un determinado momento la defensa del caso por parte de mi nuevo compañero me resultó excesivamente vehemente, hasta el punto de asegurar que ni era de recibo ni estaba dispuesto a pagar por ningún tipo de software, música, película o libro si podía encontrarlo en la red gratis, porque gratis debían ser.

Cuando me encuentro con un punto de vista que se me antoja extremo suelo jugar a abogado del diablo, así que aporté mi postura (real) acerca de que los autores de las obras tienen también su parte de derecho al trozo de pastel, que raras veces los trabajos se hacen por amor al arte, que desarrollar por ejemplo una aplicación útil para un smartphone supone una inversión de recursos y que entra en la lógica suponer que el autor pretenda cierta remuneración y reconocimiento por ella, que los problemas suelen presentarse (como en tantos otros campos) en los intermediarios, y que si bien no estaba (ni estoy) dispuesto a desembolsar 20 euros por once canciones, por muy bonito que sea el libreto, sí lo estaría a pagar una cantidad razonable, como lo he hecho con cada representante de mi nada desdeñable colección de originales, que supera a los varios cientos de GB que por otra parte tengo almacenados en algún que otro disco duro.

Argumenté que seguro que no se le había pasado por la cabeza levantarse y hacer un sinpa, y que con solo cruzar la calle podríamos haber comido por menos de la mitad de lo que se iba a pagar, y que seguro que tendríamos a bien dejar una propina al camarero.

“No es lo mismo”.

Le esgrimí el conocido argumento de que en esta sociedad es un signo de éxito el tener un coche de 50 mil euros o comprarse una camisa de marca por 200, pero un signo de ser pardillo el pagar menos de 1 euro por una aplicación. Le añadí que, a título personal, me resulta muy triste que a un individuo que no duda en pagar gustoso 8 euros por un cubata le parezca impensable gastarse esos mismos ocho euros en un libro.

“Pues yo le he bajado estas navidades 80 juegos de la [INSERTE_CONSOLA_DE_SU_PREFERENCIA] a mi niño y está tan contento”.

El niño que está tan contento tiene diez años. Le pregunté, no ya si pensaba si era realmente una buena práctica ofrecer ese abanico a un niño de esa edad (no entré en interesarme por si serían los juegos apropiados, no venía al caso), sino por la simple cuestión de si tenía idea de cuántos habría empezado… y de cuántos pensaba terminar. No le interesaba, me informó, pues lo realmente importante era que su niño iba a estar entretenido una temporada, y con intención innecesariamente informativa me indicó la burrada que costaba cada juego. Y terminó su exposición con uno de los argumentos de peso que siempre me dejan desarmado:

“Mira, será como dices, pero también es de tontos pagar por algo cuando lo puedes tener gratis”.

Aunque no pude evitar intentarlo:

“Lo cierto es que puedo llegar a entender tu punto de vista, sin embargo lo que no comprendo es por qué no lo aplicas a todos los ámbitos. Por ejemplo, hace un momento le has comentado a este señor que puedes ofrecerle el producto NNN con unas condiciones muy favorables, y ciertamente lo son, pero siguiendo tu línea de razonamiento, ¿por qué habría de querer contratarlo en estas condiciones cuando la empresa XXX lo ofrece gratis si se contrata el paquete MMM?

Fuera el día se había despejado y pasamos a comentar lo seco que estaba siendo el invierno y el frío de los últimos días, mientras constataba que, como imaginaba, a ninguno nos gusta que nadie nos meta la mano en nuestro bolsillo, ya se trate de una mano anónima, o no.

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De las modificaciones en Facebook y otros vaticinios apocalípticos

Soy usuario de Facebook. Como varios millones de personas en todo el mundo. No soy un usuario particularmente activo, ni es mi red social favorita, y de hecho soy más bien crítico y cínico hacia ella. ¿De verdad nos interesa la vida de un compañero de clase de quien hace veinte años que no nos hemos molestado en intentar averiguar qué ha sido de él, cuando a veces ninguno de los dos nos hemos movido de la misma ciudad? ¿Más allá de cotillearle un poco sus fotos, ver dónde ha viajado, con quién se ha casado y comprobar que está más gordo y más calvo que nosotros, o al revés? Pero en fin, también publico con relativa frecuencia. Qué le vamos a hacer. Soy contradictorio.

A lo que iba. Cuando me he conectado hoy por la tarde para echar un vistazo a lo que se cotilleaba en este patio, me he encontrado mi muro (término que actualmente ha adquirido un primer significado distinto al que tenía hace cuatro o cinco años) lleno de bienintencionados mensajes pidiéndome que desmarcara la suscripción de mis contactos (al menos de aquél de quien procedía la publicación); seguro que tú también la has leído, seguro; seguidamente, cómo no, se procedía a la inevitable petición de copiar y pegar el texto en mi propio muro.

Ay. El copypaste. Cuán traicionera arma.

No he leído en mi muro en ningún momento avisos bienintencionados advirtiendo del derecho que otorgamos a FB para que haga uso de nuestras fotos. Ni de la posibilidad de filtrar mediante el uso de listas, pero este es otro tema. Aunque relacionado, claro.

Y no voy a comentar la cadena de publicaciones sobre el cobro de los servicios por parte de Facebook. Estoy convencido de que mi muro está lleno de cachondos que compartieron esa noticia solo por chanza.

Convencidísimo.

Otra vez me lío. A lo que iba, sí. Que yo también tengo una petición.

Antes de hacer un copy-paste de la primera noticia supuestamente alarmante que encontréis por la red pararos por favor a mirar si es cierta o al menos si tiene un mínimo fundamento. Los cambios de Facebook pueden gustarnos o no, podemos entenderlos o no, y podemos estar más o menos de acuerdo con su política, pero si vamos a seguir en esta red hay que jugar con sus reglas, y la responsabilidad sobre lo que publiquemos es de quien publica.

Si no nos gusta, hay otras opciones. Claro, que esto es como ir a un garito que detestas, que te ponen garrafón, que te clavan… pero al que vas porque es donde está la peña.

Es una sanísima costumbre la de conocer aunque sea por encima aquello que se usa. Es un rollo, lo mismo que lo es leerse todo el texto de un contrato, el bucear entre las opciones de configuración y establecer los parámetros que nos satisfacen. Pero al igual que con los contratos, las satisfacciones pueden superar al tedio.

Algunos de quienes me conocen recordarán el caso de cierto individuo que se sorprendió amargamente de que sus comentarios en un foro público salían en internet. Y es que no hay nada como saber de lo que se habla.

Para que quede claro, ya que es el tema. Si un desconocido tiene acceso a tus publicaciones es porque tú le has dado permiso a FB para que así sea, si un desconocido puede ver tus fotos es porque tú le has dado permiso a FB para que así sea, si un desconocido puede suscribirse a tus publicaciones… adivina: es porque tú le has dado permiso a FB para que así sea.

Obviamente, no podemos evitar que uno de nuestros contactos (lo siento, no me gusta el término «amigo», yo no tengo tantos «amigos» como Facebook me asegura que tengo) difunda cualquiera de nuestras publicaciones, en especial las fotografías. De ahí el importante ejercicio de responsabilidad que implica el hecho de publicar una imagen o un vídeo… o cualquier comentario, y que me resulta extraño que no resulte evidente. Por otra parte, de suceder, lo mismo habría que seleccionar más severamente a nuestros «amigos». O someter a los que tenemos a una criba exhaustiva. En definitiva, no olvidemos el viejo refrán: Si no quieres que tu madre se entere, no lo publiques en Facebook.

Podemos (y debemos) quejarnos de todo aquello que no nos satisfaga y luchar porque se pongan los medios para solucionarlo, especialmente si entendemos que se trata de algo injusto.

Y debemos exigir nuestros derechos como clientes. Pero como leí no hace mucho, los usuarios no somos los clientes de Facebook, somos la materia prima necesaria para vender su producto a sus auténticos clientes, a saber, publicidad, a los anunciantes.

Si no nos gusta, siempre nos quedará la mensajería instantánea. O la telegrafía.

Y que nadie se me ofenda, esto va de buen rollo. Copypastea esto en tu muro o no, como quieras, lo que me importa es que aquellos a quienes yo quiero que les llegue este mensaje, lo han recibido.

Nos leemos en Twitter.

Imagen tomada sin permiso del blog Undisciplines Affinities, en entrada del 22 de noviembre de 2010.