Ciencia-Realidad y Fantasía Contemporánea

Su padre siempre le había animado a que estudiara. No hacía falta que se lo dijera, sabía de sobras que quería que aprovechara las oportunidades de las que él no había podido gozar. Se había percatado con el transcurso de los años de que era un rasgo común de los progenitores, que seguro que su abuelo había sentido lo mismo hacia su padre y que él mismo lo sentiría alguna vez hacia su propio hijo. Tenía la certeza de que la tienda de comerciante de pociones de su padre había sido un hito en la familia, y mayor certeza aún de que se esperaba de él que no se rezagara en sus logros.

No se le daban mal los estudios. No es que se encontrara iluminado por la llama de la sabiduría innata, pero sí era de esa clase de zagales que dan lo mejor de sí mismos y consiguen superar, con no pocos esfuerzos, cualquier meta que se propusieran.

Finalizó la Enseñanza Básica de la Tierra y los Elementos con muy altas calificaciones. Aquello coincidió con la época de la expansión hacia los Territorios Dracónicos, ese proyecto de la Plana Mayor de Edificadores de la Verdad que contó con las bendiciones del Alto Consejo de Sabios y el apoyo incondicional del Gremio de Prestamistas, quienes proveyeron la mayor parte de los fondos necesarios para tal hazaña.

Muchos de sus compañeros de estudios optaron por rubricar para alistarse en la plantilla de la Guardia Bárbara, esa Asociación que vio ampliados sus miembros varios cientos de veces durante aquella época y para la que los requisitos de cualificación no eran particularmente exigentes, aunque ciertamente se demandaban horas de extenuante trabajo físico.

Él mismo se sintió tentado de unirse, pues si bien el trabajo era sin dudas arduo y no exento de peligros, el salario recompensaba sobradamente el riesgo. Conocía personalmente a colegas seniors poco mayores que él que en menos de un año habían ganado lo que su padre en una década, además de haber adquirido en propiedad uno, dos o hasta media docena de esos ansiados dragones que habían motivado el inicio de la Doctrina de la Expansión.

La posesión de un dragón en la familia era algo relativamente habitual ya en aquella época, aunque no abundaban las que gozaban del lujo de disponer de dos. Por eso no dejaban de sorprenderle casos como los de esos antiguos compañeros. La creciente cantidad de individuos que se permitían tales dispendios era explicada en parte por las facilidades dadas por el Gremio de Prestamistas, quienes proporcionaban lo que fuera necesario a cambio de un porcentaje de las ganancias que su propietario obtuviera con ellos; estas ganancias eran conocidas directamente por la Guardia Bárbara y reportadas para su control a la Plana Mayor de Edificadores de la Verdad, quienes a su vez recibían un pellizco de las citadas ganancias. En cualquier caso, a él, todas esas explicaciones le sonaban como si le hablasen en lengua extranjera.

No obstante lo relatado, él prefirió no desilusionar a su padre y obedecer de todos modos a su cabeza, para la cual conservaba la esperanza de verla algún día cubierta con uno de esos sombreros de pico y ala ancha que distinguían a los Altos Magos. Y no le costó ningún esfuerzo continuar con su ejemplar de Pequeño Dragón de 200 años de edad que había heredado de su padre (y éste de su abuelo) y que le solucionaba la mayoría de sus necesidades a un coste de manutención perfectamente asumible; cierto era que no podía presumir de una llama potente o lejana y que habitualmente debía acompañar sus trayectos de material combustible, pero no le suponía mayor trabajo hacerlo.

El camino sería largo y requeriría de él largas horas de reclusión para asimilar todos los conceptos y entresijos de la Ciencia de Combinación de Pociones, de la que su padre era muy conocedor, hecho que le sirvió de inapreciable ayuda, de la Historia de la Magia (era ampliamente aceptado que los logros actuales son consecuencia de una serie de éxitos y más fracasos que debían ser conocidos) y sobre todo de la ciencia de Formulación de Hechizos, la más compleja y estricta disciplina que terminaba frenando a buena parte de los magandos en su ascensión y que sin dudas distinguía a un Mago de nivel de aquellos que, aunque muy noblemente, terminarían prestando sus servicios a la comunidad en provincias. Y luego vendría la Especialización. Hacía ya largo tiempo que los Magos Rasos podían optar a poco más que acabar operando en los campamentos de Más Allá De Las Murallas.

Fueron varios años de esfuerzos, largas noches sin dormir y agotadoras sesiones de prácticas. Pero como en todo aquello que en alguna ocasión se había propuesto, terminó triunfando. Le habría gustado ser el Primer Mago de Promoción, pero estaba más que satisfecho con sus resultados académicos. Y desde entonces lucía orgulloso su sombrero de pico y ala ancha que su padre le regaló el día de su Graduación.

Se las había ingeniado para compaginar su Especialización en Flamigería con un trabajo en una fundición que fabricaba utillaje para la Guardia Bárbara, en un momento en que su producción era constante durante todos los días de la semana y para la que se necesitaba mano de obra a la que se la recompensaba con un salario que a duras penas alcanzaba para cubrir sus gastos de manutención. Pero no le importaba. Los conocimientos que había adquirido en esos días le sirvieron bien. Incluso pudo poner en práctica sus estudios cuando le encomendaron reforzar la puntas de lanza con Encantamientos Flamígeros.

Tuvo la mala fortuna de acabar su Especialización en una época en que la Doctrina de la Expansión estaba empezando a perder fuerza. Le sorprendió, quizá debido a la ingenuidad inherente de su aún temprana edad, la falta de respuesta por parte de los responsables de los gremios a quienes había hecho llegar los Pergaminos de Vida que contenían sus logros. Era consciente de que había quien podría presentar un Pergamino de Vida más completo y atractivo que el suyo, pero se resistía a reconocer que ningún Gremio estuviese interesado en contar con los servicios de un joven Especialista en Flamigería dispuesto a aprender lo que hubiere de ser aprendido para hacer prosperar al Gremio y mejorar asimismo como Mago Profesional.

Su desilusión era compartida por buena parte de sus compañeros de fatiga, y de algunos de ellos sabía que presentaban un expediente superior al suyo. Él y tres de sus mejores amigos, a la vista de la situación, decidieron emprender una Asociación propia dentro del Gremio de Las Artes de la Tierra. Acudieron al Gremio de Prestamistas para intentar alcanzar un acuerdo sobre una provisión de fondos para tal gesta, y no pudieron sino sorprenderse ante las complicaciones que presentaba dicha operación, la cual, por otra parte, habría de reportarles a sus avalistas nada pingües beneficios, y así se lo habían mostrado en las varias docenas de pergaminos que componían su proyecto. Más aún le sorprendieron a él los pozos sin fondo con que se topaban cuando hubieron de solicitar los permisos al Gremio de Las Artes de la Tierra, habida cuenta de que se trataba del mismo Gremio al que pertenecía esa fundición en la que estuvo trabajando y de la que era conocedor, por los meses que pasó en su Sección de Burocracia Pergaminal, que carecía de cualesquiera de aquellos permisos.

No hubo de transcurrir largo tiempo para que la falta de perspectivas le obligara a retornar con su padre, a quien, por lo menos, podría echar una mano en su tienda de pociones, un campo que conocía extensamente. Fue precisamente un conocido de su padre quien, cuando llevaba varios meses asistiéndolo en su actividad de comerciante, le hizo saber que la Asociación de Pociones Clásicas estaba interesada en encontrar a una persona joven para un puesto en la Sección de Bosquejo de Pociones.

No tuvieron que repetírselo ni una vez. No le gustaba la idea de dejar de nuevo a su padre solo en la tienda, pues ya tenía una edad, pero fue él precisamente el primero en animarlo, y sería igualmente el primero en no permitirle dejar pasar esta oportunidad.

Él era todo un Mago Superior, un Especialista Flamígero altamente cualificado e incluso con algo de experiencia, pero el cargo requerido por la Asociación de Pociones Clásicas era de Técnico de Pociones, para el que la cualificación necesaria era ostensiblemente menor y, en consonancia, también lo era el salario percibido.

Nada de esto lo desanimó. Antes de empezar con sus nuevas labores ya llevaba en mente varias ideas que estaba convencido de que podían mejorar la posición de la Asociación entre el resto de asociaciones diseñadoras de pociones.

La primera idea la propuso en su primera semana en su puesto. Fue contestada con unas palabras hasta cierto punto amables que le encomiaban a realizar su trabajo, trabajo que habitualmente excedía sus funciones como Técnico de Pociones y que se centraban en la resolución de incidencias de la Sección de Bosquejos, incidencias que por otra parte estaba convencido de que quedarían solucionadas si se aplicaran sus ideas.

Sus segunda y tercera ideas fueron respondidas con palabras cada vez menos amables.

La cuarta idea no llegó a salir de su boca.

Todo aquello hubo de coincidir en el tiempo con la época de la Crisis Dracónica. Durante los años de la Doctrina de la Expansión fueron escasos los individuos que, alentados por el optimismo que desprendía la Plana Mayor de Edificadores de la Verdad, y con la ayuda del Gremio de Prestamistas, no se deshicieron de sus centenarios (aunque perfectamente funcionales) dragones para hacerse con alguno de esos fantásticos ejemplares que llegaban de los Territorios Dracónicos.

Cuando la Doctrina de la Expansión probó que los recursos de que disponían muchos de los nuevos propietarios no eran suficientes para satisfacer las necesidades de sus dragones, estos fueron custodiados por el Gremio de Prestamistas, como era de ley.

Algo, sin embargo, de lo que no fueron hasta ese momento conscientes la mayoría de quienes se vieron en tal situación, es que una cláusula en sus Pergaminos de Garantía del Gravamen que habían rubricado con el Gremio de Prestamistas les obligaba a seguir proveyendo los recursos para los mantenimientos dracónicos con los ahorros que gestionaba el Gremio de Prestamistas, o con su propio patrimonio una vez que dichos ahorros se hubieren consumido.

Tal cual se hallaba uno de sus compañeros de estudio durante los años de la Enseñanza Básica de la Tierra y los Elementos con quien se encontró por casualidad un día que salía de su puesto, después de haber ahogado en su garganta otra de sus ideas.

Y conversaron acerca de los viejos tiempos, de cómo este amigo había llegado hasta confines de los Territorios Dracónicos hasta entonces inimaginables, de cómo se había hecho con una flota de dos docenas de Dragones Esmeralda, una de las especies más raras y bellas, de hermoso color verde, de cómo los había arrendado y había amasado una fortuna que ahora había pasado a manos del Gremio de Prestamistas, de cómo se veía obligado a trabajar en las tierras que hasta escasos tiempos le pertenecían para satisfacer en parte la demanda de sus veinticuatro dragones y, sobre todo, de cómo envidiaba su situación, haciéndole conocedor, en caso de que no lo supiera, de la suerte que tenía y de cómo debía agradecer haber dispuesto de tantas facilidades y un camino tan llano para llegar a donde se encontraba actualmente.

Miró a su antiguo compañero con ánimos encontrados, indeciso entre la decepción y la indignación.

Y en ese momento cayó en la cuenta de que a nadie hasta entonces se le había ocurrido fundar una Asociación de Talentos Perdidos, una en la que las ideas serían escuchadas y debatidas, en la que posiblemente a varias personas se les ocurriera que se podían devolver a los dragones, por muy verdes y bellos que resultasen, a los territorios de los que nunca se les debió despojar, en lugar de empobrecer a la población a base de mantenerlos solo para que siguieran consumiendo.

Existía la posibilidad, pensó, de que entre todos ellos encontraran un Hechizo, que ya aventuraba de antemano que habría de ser muy poderoso, que impidiera a un miembro del Gremio de Prestamistas lucrarse con aquello que no le perteneciera.

Más aún, y en esto se dejó llevar un poco por su imaginación, quizá, sólo quizá, alguien, en algún momento, dispondría de la inspiración suficiente para invocar un Hechizo, aunque les llevara años, que lograra que un miembro del Alto Consejo de Sabios hiciera honor a su nombre.

Y comprendió entonces lo peligroso que puede resultar y la marea que puede provocar un grupo de personas altamente preparadas, cualificadas, experimentadas y desesperadas.

De cuando Tío Pepe se atragantó con una pepita de manzana

No cuento nada nuevo. Sólo quería hacerme eco por aquí de este hecho, que si bien en la Villa y Corte es sobradamente conocido, en otros sitios no lo es tanto. Y afectando a su jerezana tierra de origen no podía dejar de comentarlo.

Para los que no estén al tanto: Todos conocemos ese edificio de Sol con su enorme luminoso de Tío Pepe coronando la plaza. Hace unos meses comenzaron las obras de rehabilitación que acondicionarían el inmueble para acoger una Apple Store en la capital. Desde entonces la flamenca botella se encuentra conservada en unos almacenes, si mal no tengo entendido, en la cercana localidad de Alcalá de Henares.

El caso es que desde hace un tiempo se ha puesto en duda que este cartel vuelva a iluminar las noches de la Plaza del Sol. Parece ser que Apple no está muy por la labor de compartir su espacio con publicidad ajena.

Lo que hasta cierto punto es comprensible viene a chocar con el hecho de que, al igual que con el toro de Osborne, la botella de Tío Pepe hace tiempo que perdió su carácter publicitario para convertirse en un símbolo que en esta ubicación en concreto ha sobrevivido desde hace cerca de ochenta años.

(Quizá, se me acaba de ocurrir, ayudaría si hubiesen plantado algunas de estas botellas junto a los toritos donde la Selección se encuentra concentrada allá en tierras polacas. Aún estamos a tiempo).

Obviamente se trata de un tira y afloja entre empresas privadas, y al final la compañía de Cupertino hará lo que le salga de sus semillas, y en cualquier caso dentro de muy poco todo esto habrá pasado al anecdotario histórico, engullido por el día a día, el reclamo de los productos de ultimísima generación que tan bien saben vendernos y la facilidad para el olvido que poseemos los seres humanos.

Conste que escribo y subo estas líneas desde un MacBook Pro, lo que no es óbice para saber que me contaré entre ese grupo de individuos que, por muy atraídos que se sientan por dispositivos inteligentes capaces de hacernos el café por la mañana y la cama mientras estamos fuera, no puedan evitar, llegado el momento, levantar ligeramente la vista y sentir algo parecido a la nostalgia.

Y que no nos extrañe si en nuestra próxima visita a González-Byass nos agasajan con una versión ampliada de su espectáculo, en la que después de que el ratoncillo haga su simpático recorrido, el capataz de la bodega le lance un pero mordido y el roedor proceda a hacer de vientre sobre el fruto.

Al tiempo.

Por ahora, y hasta que sea inevitable, si queréis apoyar la plataforma en las redes podéis hacerlo a través de su cuenta oficial en Twitter: @tiopepesol o en su grupo de Facebook, Plataforma Tio Pepe por siempre en Sol.

No diga Coque. No diga Ryo. Diga Lee Young Soon.

Mientras que en estas tierras ibéricas triunfaban Bandoleras y Piratas en Barcos, o Ángeles y Demonios que iban a clases de Física y Química, en 2011 partía la pana en Corea una adaptación a imagen real (lo que viene siendo un live action, para los no iniciados) de una de las más queridas series de cómic de los 90 y que tan buenos recuerdos dejó a la chavalada de la época, el “Cazador” de Tsukasa Hojo.

Así que haciendo alarde de mi más recalcitrante alma cinéfaga, hace unas semanas acabé de ver los veinte episodios de esta serie, y pues que me apetece vomitar por aquí un par de comentarios.

No voy a hablar en profundidad de la obra, ni de la original ni de esta adaptación, que para eso ya hay multitud de blogs sobre doramas por ahí (y sobre doramas coreanos en particular, es increíble), pero sí me gustaría comentar algunos aspectos que no he leído en ningún sitio (o, en su defecto, que he sido demasiado vago para encontrar).

Iría terminando el segundo capítulo cuando llegué a una hipótesis que fue quedando demostrada a medida que avanzaba la serie, a saber: que esta adaptación se trata de una producción palomitera altamente disfrutable siempre y cuando se encuentren con éxito estas tres condiciones:

 

CONDICIÓN PRIMERA.

Superar el tedioso, a ratos insufrible y aparentemente interminable primer episodio. Vale, no es una carta de presentación muy apetitosa. Admitido. Las producciones coreanas tienden a poner a los espectadores en antecedentes de los personajes que desarrollarán y cargarán con el peso de los hechos que están por venir. El problema es que estos antecedentes en ocasiones se remontan hasta la primera cagada del protagonista siendo bebé y esto, cuando los acontecimientos están por hilvanar, cuando de hecho ni siquiera tienes una pista de por dónde pueden tirar, descoloca bastante.

Explicar según qué circunstancias del pasado de los protagonistas mediante flashbacks ayudaría a aligerar el inicio de la “chicha” y, por otra parte, permitiría ir desvelando ciertos detalles poco a poco. Se agradece la intención, aunque se corre el riesgo de cansar al personal. Así pues, si te decides, curioso lector, por darle una oportunidad a la serie, espera por lo menos a acabar el segundo episodio para hacerte una idea de por dónde pueden ir los tiros. Aunque eso sí, la historia empieza a coger ritmo y a enganchar en torno al quinto episodio.

 

CONDICIÓN SEGUNDA.

No olvidar que estamos hablando en todo caso de un dorama coreano. De acción, pero coreano. Esto implica altas, altísimas dosis de melodrama, toda suerte de polígonos amorosos, situaciones que propician equívocos, dudas en ellas, dudas en ellos, primeros planos del guapísimo él y de la hermosísima ella sostenidos casi hasta la exasperación, planos a cámara lenta con los cinco o seis temas empalagosetes repetidos hasta que te los aprendes de memoria en perfecto coreano, flashbacks de situaciones que han ocurrido en el mismo episodio diez minutos atrás (mira, para esto sí que saben usarlos…).

Vaya, tampoco lo estoy pintando muy bien, ¿no? Pues a pesar de ello, a pesar de que en ocasiones te entran ganas de tener a uno de los guionistas delante y empalarlo por moñas, las dosis de comedia descargan a estas situaciones de gran parte de su peso y, en especial, las escenas de acción, de las que cada episodio se encuentra también cargado con generosidad, aderezadas todas ellas con una banda sonora pegadiza y molona, elevan el nivel de disfrute varios enteros.

Vaya aquí un ejemplo de esto, un fan-made MV mezclando varios cortes de acción con uno de los temás más resultones, Sad Run:

 

CONDICIÓN TERCERA.

Olvidar, desde el primer minuto, cualquier similitud con la obra original de Hojo. Éste fue posiblemente en mi caso una de las mayores trabas para empezar a disfrutar de la serie. Andaba esperando ver desde el principio la versión coreana del detective Ryo “Coque” Saeba, resolviendo únicamente casos propuestos por mozas de buen ver, y más aún ansiaba ver a la versión coreana de Kaori “Julia” Makimura atizando al salido del compañero de su hermano.

No. Borra esto de tu mente. Olvida que estás viendo una serie que se llama City Hunter. Porque de hecho, si desviaras la vista de la pantalla en el momento en el que aparece el título y el reconocimiento a Tsukasa Hojo en los créditos, nada te haría suponer que lo que estás viendo tiene tal nombre.

Como sinopsis, y sin entrar en detalles y ni mucho menos spoilers, la historia arranca en 1983, momento en que cinco miembros del gobierno surcoreano, como respuesta a un ataque del Norte (un suceso históricamente verídico), envían a una veintena de soldados a tierras enemigas para un contraataque. Algo sale terriblemente mal en esta operación, y la inacción de estos cinco señores (era una operación ultra-mega-secreta de la que nada se podía hablar) les cuesta la vida a todos los soldados. A todos menos a uno, Lee Jin Pyo, quien vuelve a Corea, se lleva al hijo recién nacido de uno de sus compañeros muertos, huye a Tailandia, y educa a este hijo como propio, formándolo tanto intelectual como físicamente, sometiéndolo a un duro entrenamiento con el único objetivo de llevar a cabo la venganza sobre quienes propiciaron la muerte de sus compañeros. Veintiocho años después comienza la recta final de esta venganza, en pleno Seúl, y Lee Young Soon (interpretado por Lee Min Ho, quien saltara a la fama por su papel protagonista en Boys Before Flowers, la adaptación coreana de Hana Yori Dango), el niño perdido, será quien deba ejecutarla, aunque no lo hará como su padre adoptivo tenía en mente.

Dosis de acción, comedia, chicos guapos, chicas monas, y la más casposa soap opera (nunca me deja de sorprender la cantidad de casualidades y parentescos que los guionistas son capaces de orquestar) completan un caldo de cultivo para que cada episodio avance un paso en la gestión de la trama de venganza, planeada para que uno a uno los culpables vayan cayendo en ella.

 

Para terminar, dejo por aquí un fake trailer (también fan-made, claro) de una hipotética película. Como resumen es ideal, porque lo que se narra en el trailer es una concisa sinopsis de lo que va la cosa; de hecho, la historia posiblemente funcionaría a la perfección como película, ya que buena parte del metraje de la serie de TV, además de en eternos primeros planos y en flashbacks, se invierte en tramas secundarias requeridas para completar los sesenta minutos de cada uno de los veinte episodios.

(Off-topic: Vaya momento déjà-vu a lo Casshern, ¿no?).

 

Y aunque solo está relacionado tangencialmente con el asunto, me resultaba imposible resistirme a mencionar esta otra adaptación hongkie que el mismo Jackie Chan hizo del personaje a principios de los 90, también libérrima, con parodia de Street Fighter incluida, y obviamente reciclada en producto de artes marciales a la medida de su protagonista. Aunque algo quedaba del Saeba original:

http://www.youtube.com/watch?v=Xh-mSX_gkF8

La historieta nacionalizada

Siempre resulta complicado determinar hasta qué punto las aficiones que uno cultiva son consecuencia de sembrados previos o iniciativas cien por cien propias. Ya sea bien porque te has contagiado del hobby de alguien o bien porque eliges uno diametralmente opuesto, muy posiblemente nuestros pasatiempos se encuentran encaminados, al menos en parte, por estos hechos.

A mí por ejemplo me gusta el cómic. Me atrae en general cualquier medio que facilite la huida, aunque sea temporal, de este mundo a otros, y el tebeo es un soporte que ha potenciado esta posibilidad desde su misma concepción.

Si hablamos de Capi, Jabato o el Guerrero, por citar solo a tres de los más significativos, se corre el riesgo de ser tachado de carroza (viejuno, dirían también otros) aunque qué duda cabe que otorga cierto caché nombrar a los clásicos.

Mencionar los Copitos suele implicar sin embargo miradas de desconfianza, recelo e incredulidad. “¿Copito? ¿Qué te has fumao, macho?” Tienen que concurrir ciertos factores, entre ellos por ejemplo haber sido niño en los 70, o en su defecto padre en la misma época, haber sido constante durante unos tres años y pico y profesar cierto afecto hacia la historieta.

Buscando un poco de info en la red, parece ser que la revista Copito vivió dos épocas en su corta existencia; la primera, en el 77, en la que recogía obras de autores como Peñarroya, Rojas o Escobar, y de la que no guardo recuerdo alguno. La segunda, que efectivamente es la que yo compartí, abarcó entre el 80 y el 82, y la publicación de Bruguera reformuló su estilo para convertirse en una vía para adaptar a viñetas las series de animación de Hanna-Barbera que tantas horas nos hicieron pasar delante de la tele a los niños de flequillo-cazo de la época.

El oso Yogui, Jinx, Pixie y Dixie, Los Picapiedra, Scooby Doo (Escubi Du, ya les valía…). No me engaño, el contenido no era precisamente de calidad, se escudaba en unos personajes populares para ofrecer un producto reciclado y sin lugar a dudas una publicación como esta hoy en día ni me detendría a mirarla. Pero eran mis Copitos. No recuerdo (si es que alguna vez lo supe) si serían historias que ya conocía de la tele o si serían originales, aunque sí estoy seguro de que poco me importaba.

Durante casi cuatro años cada semana un Copito era devorado desde la portada hasta el código de barras, y durante varios años más los cerca de cien ejemplares ocuparon buena parte de una de las repisas de mi habitación. Hasta que cierto día mi madre decidió que yo no los iba a querer seguir conservando y cedió a los hijos de unos amigos los derechos de su uso y disfrute. Y destrozo. Y sin opción a negociar precio adecuado o compensación.

Me pregunto si debería hablarle de este tío que vende en eBay una colección completa por 250 euros.

No mucho después, ese año en que España fue invadida por una horda de pájaros de pico arcoíris y perros bidimensionados, mi madre me pidió que diera unas clases particulares de Física a la hija de unos amigos (otros amigos). Antes de que me diera tiempo a calcular si con las ganancias me alcanzaría para dos cartuchos con los que alimentar al recién estrenado cerebro de la bestia o tendría que conformarme con uno solo, ella ya había tarifado mis servicios en cero pesetas la hora, argumentando que había que proporcionar a la gente que se aprecia todos los recursos a nuestro alcance y que pretender lucrarse con ello no era ético.

No obstante, una vez finalizados, es de justicia reconocer que mis servicios fueron recompensados con un bolígrafo. Imagino que en buena lógica supusieron que la media docena de otros tantos útiles de escritura que recibí por mi Primera Comunión ya debían de estar más que secos.

Mi madre es una gran madre. Pero no puedo dejar de pensar que le habría ido relindo en la vida política argentina, che.

 

DISCLAIMER:

Esta historia está inspirada en hechos reales. Algunos nombres han sido alterados y algunos pasajes modificados con propósitos dramáticos.

La lacra de la sociedad contemporánea

Sabía que era un vicio ampliamente censurado, pero se lo permitía en ciertos momentos. Vivía sola, así que se limitaba a hacerlo en casa. No ya para evitar ser reprochada por nadie, sino para no ser detenida, ya que si bien el consumo hacía tiempo que era punible, desde hacía relativamente poco la posesión también constituía delito.

Hacía ya muchos años que la prohibición se había extendido a cualquier lugar de pública concurrencia, incluyendo espacios abiertos como parques o calles. Su abuelo le había contado en varias ocasiones cómo recordaba cuando siendo un chaval se habían promulgado las primeras leyes que afectaban a locales públicos tales como restaurantes, teatros o medios de transporte, y la polémica que esas leyes levantaron en su tiempo.

Se habilitaron locales específicos para quienes desearan continuar, por su cuenta y riesgo, con unas prácticas tan insalubres, una suerte de clubs en los que al parecer, y también según historias de su ya difunto abuelo, la oferta de vicio resultaba de una amplitud tal que no eran infrecuentes los casos de individuos que perdían las horas muertas en dichos antros.

Cabía la posibilidad de identificar, si uno observaba, a quienes salían subrepticiamente de estos lugares, pues era sabido que en ocasiones podían ser delatados por síntomas físicos, como por ejemplo los ojos enrojecidos.

Otras leyes, también ya antiguas, habían venido a regular cada más estrictamente estos centros. La afluencia de clientes mermó a medida que pasaron los años, y finalmente se logró clausurarlos todos y acabar con su pernicioso influjo.

Esta influencia se ejercía con más fuerza sobre personas jóvenes, y aún en los tiempos actuales suponía una de las mayores preocupaciones de las autoridades el hecho de que cada vez a más temprana edad los adolescentes (niños, incluso) caían en las redes de los traficantes.

No importaba el esfuerzo que los dirigentes del país pusieran en concienciar a los ciudadanos del peligro que todo esto implicaba. Se recalcaba el hecho de que infringir estas leyes no solo era nocivo para el propio individuo sino especialmente para quienes lo rodeaban, ya que se veían contaminados y a veces sin ser conscientes de ello, siendo los niños quienes más peligro corrían al respecto. Esta era una de las escasas preocupaciones comunes con independencia del signo o tendencia del partido político en el poder: todos sin excepción, cada uno con mayor vehemencia que el gobierno anterior, habían reforzado las prohibiciones, habían aumentado las campañas publicitarias y habían puesto, en definitiva, todos los medios en su poder para acabar con esta lacra.

La sociedad, de manera general y para tranquilidad de la clase dirigente, había ido asumiendo paulatinamente el mensaje, y sobre todo había entendido que librándose de estos vicios se vivía con más sosiego y con menos preocupaciones. En definitiva, con mayor felicidad.

Y a pesar de ello, a pesar incluso de las redadas constantes y de que las fuerzas del orden procedían a la quema de todo el material incautado tan pronto como la autoridad judicial les autorizaba a ello, el mercado negro florecía en callejuelas oscuras, suburbios y edificios abandonados.

Aún dos horas después de haber escapado por los pelos de la última redada le latía el pulso con tal fuerza que pensaba que podían oírla detrás del desvencijado y apestoso contenedor de basura tras el que se había venido a ocultar. Y sin poder apartar de su mente la decepción que supondría para sus padres verla en ese estado, fue vencida por el ansia de consumir y no logró esperar a llegar a casa. Fue incapaz de resistir la tentación de llevarlo a la nariz y aspirar con profusión, y en su hediondo escondite, bajo el escuálido haz que la oxidada farola arrojaba sobre ella, abrió el libro que le había costado más de un mes de sueldo y lo leyó de principio a fin.

Me he mudado

Digitalmente, quiero decir.

Lo cual, si es la primera vez que me lees, te dará igual. Y para lo que vengo a escribir, tampoco es que haya mucho de lo que informar.

Pero bueno, como uno es como es (jartible, mayormente), pues le gusta avisar a sus vecinos.

Que Posterous mola y tal. Que está bien. Pero no me terminaba de convencer para según que cosas. Así que me he venido de okupa aquí a los mundos de Automattic. Con el mismo nombre y contenido, claro, es una mudanza en toda regla. Y aprovecho para lavarme la cara. Durante los próximos días iré actualizando los enlaces y todas esas cosillas, pero con calma.

Así que eso, que si me tenías fichado en Posterous que sepas que no me verás los píxels por allá (al menos de momento).

Y ahora a seguir decorando mi nuevo cubil.

Detectives y quesos. Y no voy a hablar de Basil. Aunque en cierto modo sí.

Hablando de que Lucy Liu hará de Watson en Elementary, comentábamos ayer que será que los productores quieren darle un toque de originalidad al producto introduciendo en la adaptación una tensión sexual entre los protagonistas que tan bien le pega sin duda a la misoginia de Holmes.

Una pareja protagonista, de sexos opuestos. Un terreno ya abonado para crear situaciones de lo más picantonas y comprometidas, en las que poder jugar con un quiero-no-quiero, un me-gustas-no-te-soporto. Debe de ser la primera vez que a alguien se le ocurre algo así.

Bueno, eso si no contamos Bones. O Castle. O Tru Blood. O The Big Bang Theory. O Fringe. O El Mentalista. O House. O Futurama. O Expediente X. O Remington Steel. O Luz de Luna. O… espera, que no estamos contando los casos patrios, Aguiluchos Coloraos deshojando Margaritas y tal… Bueno, eso.

Cotilleando por internet (as usual) me he topado con que hasta existen siglas clínicas para definir estos conocidísimos síntomas: TSNR. Tensión Sexual No Resuelta, claro. Paleto de mí.

En inglés, URST: Un-resolved Sexual Tension. Elemental.

Un gran queso. Y seguramente nada más.

Por San Valentín, una reflexión sobre la convivencia

La convivencia es para quien la vive. Valga la redundancia. Para quien la vive y la sufre. Ésa es la reflexión. Hablo de la experiencia personal y de eso es de lo que escribiré.

Nosotros tenemos establecidas unas reglas de convivencia y, mientras se cumplan, la relación debería funcionar, pero cuando una de las partes se empeña en no seguirlas la situación se complica ostensiblemente.

Y en realidad no debería ser tan complicado. Salgo temprano, y la casa entera queda para ella sola, que es lo que le encanta. Acordamos que mientras yo no esté en casa puede hacer lo que le plazca, sin limitaciones. Puede incluso traer a las amigas que le apetezca; no me importa, siempre y cuando no rebusquen en mis armarios.

Pero cuando llego quiero un poco de tranquilidad y de decoro. No me importa que se quede en casa conmigo, incluso que se queden algunas de sus amigas, pero que no armen escándalo. Que se queden en otro cuarto, en la cocina, en la terraza, o donde quieran. Incluso, y muchos de mis amigos censuran lo liberal que soy en este tema, no me importa compartir habitación siempre que no se me ponga por medio.

Y es que algunos de mis amigos son muy quisquillosos, eso debo admitirlo. A la mayoría les cae bien, y sus amigas también; o, en el peor de los casos, les es indiferente, y no les importa por ejemplo compartir la mesa. Pero también tengo amigos que no la soportan y que no entienden que pueda vivir así. Ellos se lo pierden, es lo que siempre les digo, porque la convivencia puede ser difícil, pero también satisfactoria.

En lo que sí soy intransigente es en el asunto que concierne a las visitas de mi madre. Cuando viene mi madre, sabe que debe desaparecer. Y es que mi madre no la soporta. No la puede ver. La odia. A ella y a todas sus amigas; dice que son todas iguales. Ya me advertía de las de su calaña desde pequeño. Recuerdo que cuando aún vivía con mis padres la echaba en cuanto la veía, y aún hoy no puede evitar una mirada de desaprobación y decepción cada vez que se cruzan. No exagero si te aseguro, asombrado lector, que si por ella fuera la tiraría al contenedor de basura o la lanzaría por la ventana.

Así que, como decía, sabe que cuando mi madre nos agasaja con una de sus visitas tiene que meterse debajo de una mesa, detrás de una puerta o en cualquier sitio fuera del alcance de su vista. En una ocasión estaba en el dormitorio y mi madre se coló sin avisar; tuvo que quedarse debajo de la cama durante dos horas.

Pero es lo que hay. Al fin y al cabo a la madre no la elige uno, pero sí se es responsable de las pelusas a las que se permite compartir su espacio.

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